Me ausentaba apenas unas horas. Las justas para darme una ducha, reacomodarme la sonrisa y regresar al hospital. Mientras tanto, Leo se quedaba con su padre.

El niño hacía preguntas. Muchas. Que por qué le pinchaban tanto, que cuándo saldría de allí, que cuándo llegaría su nuevo corazón. Y últimamente, que por qué si le habían crecido alas, no lo dejábamos volar. ¿Qué dices? No te han crecido alas, cariño, le contestaba yo revolviéndole el pelo. Y con eso disimulaba el nudo que tenía instalado entre la garganta y el estómago.

Hasta que una tarde regresé con mi sonrisa puesta y lo encontré parado en el alféizar. Las alas allí estaban. Extendidas, impecables, blancas.

Su padre me miró, yo asentí. Él le soltó la mano, y lo dejamos volar.

Alas blancas

“No, el anillo no; dejen que entre con él.”- insistí al enfermero antes de que se la llevaran.

No era una joya cara, dudo incluso de que el oro de su circunferencia fuera de calidad. Pero era lo único que conservaba de mi padre y sabía que le daría fuerzas para seguir. Le esperaban días de aislamiento. Un tiempo en el que sólo vería a personas escondidas en trajes de plástico.

Durante veinte días, mi madre soportó todo tipo de envites. Fiebre, ahogos, dolores. Y, tras cada crisis, el mismo gesto: una caricia al anillo. Un gesto que el enfermero me refería, a sabiendas de que era un mensaje.

Cuando volví a verla estaba consumida pero tranquila. Me pidió que me acercara. Se quitó el anillo y me lo entregó. Cerró los ojos y dejó de respirar. En su rostro una expresión vencedora. En mi mano, un anillo.

El anillo

Como cada mañana desde que el calendario se tornase un ovillo deshilachado de recuerdos dentro de su mente, ella volvió a humedecerle los labios con una gasa. Era la única que conseguía, simplemente con su presencia, que la enfermedad se batiese temporalmente en retirada. El denso olor a medicación, el simple roce de sus dedos en la sábana o un mechón de pelo acariciándole involuntariamente el pecho mientras se inclinaba para manipular la vía que le mortificaba el brazo, le bastaban para saber que seguía aquí. Hacía mucho tiempo que no tenía miedo del miedo, ni del dolor al que retaba todos los días, ni siquiera de la gran oscuridad que presentía cercana. Solo le entristecía tener que renunciar a su ternura, lo único que daba sentido a una vida que se despedía… y estar con ella hasta el final, significaba despedirse del mundo con ternura.

De los afectos

Ainhoa tenía ocho años. Tenía diecinueve libros en su habitación. Tenía muchas ganas de viajar a Japón. También tenía leucemia. Lo que no tenía era mucho tiempo.

Morirse no le gustaba nada, pero no se le podía hacer gran cosa. En vez de lamentarse, decidió que contaría cada día como si fuese un año entero, y así podría morir de vieja. Enero, de doce a dos. Febrero, de dos a cuatro. Hacía frío en invierno, pero de pronto venía junio, de diez a doce, y pasaba el mes entero en el parque, si la dejaban. Se dio cuenta de que no es que ella fuese a morir demasiado pronto, es que el resto del mundo iba a morir demasiado tarde. Le daba un poco de pena que tanta gente perdiese tanto tiempo en cosas tan tontas.

Llegaba septiembre, tocaba leerle un cuento a papá y mamá. No hacía falta más.

Morir de vieja

Se encogía cada noche como los tentáculos del caracol cuando advierte otra presencia. Su dulce expresión pugnaba por ocultar las arrugas de tantas jornadas inacabables bajo un cielo de añil. Nunca se lamentó de tan cenicienta existencia. Nunca le volvió la cara al sufrimiento.

Cuando notó el cansancio perforando sus huesos y las manos encallecidas como astillas requemadas, ese día, sin avisarlo, la llamada del viento lóbrego acudió a su puerta. Recogió los mejores sueños en su memoria y dibujó una eterna sonrisa. Se puso el vestido de primavera, los zapatos de tacón bajo, un poquito de carmín y recorrió el camino hacia su último destino. Estaba preciosa.

Murió dos semanas después, consumida por los años, vencida por la enfermedad en la novena planta del hospital. Al partir, nos dejó un sentido mensaje: “Cuando vuelvan los abrazos, acuérdense de repartirlos entre los seres queridos”.

Todo el pueblo acudió al entierro

Cenicienta

Una tarde de manto anaranjado sobre el alba, mi abuelo me contó un secreto. Me dijo que un día sería un árbol. Las castañas que merendábamos crepitaban al fuego y vi en su reflejo que no mentía. Por entonces, mi abuelo me parecía una semilla muy humana. Trataba a las personas con voz dulcificada y en sus brazos siempre había cobijo donde sentarse a la sombra. No dijo cuándo sucedería pero a mí me gustó pensar que fue de noche, al terminar el paseo por la cañada. Que de sus pies brotaron raíces y se hundieron tímidamente en la tierra. Me gusta recordar que lo encontramos paseando y por la forma de su tronco supimos que era él al instante. Hace poco descubrimos erizos verdes sobre sus ramas. Hemos preparado la sartén, y a la tarde haremos castañas de nuevo. Porque alma que vive, que ama y sueña… siempre brota.

Castañero

Cuando el dolor era insoportable, lo que cada vez ocurría con más frecuencia, pedía un “rescate”. Unas horas de paz para pensar y poner en orden su vida y la de aquellos a los que iba a dejar.

Se había reconciliado con su exmarido. El dolor le dio fuerzas para comprender, pedir perdón y perdonar. Después del trabajo, él recorría 70 Km. para pasar la noche con ella en el hospital, sentado en un sillón, cogidos de la mano, como cuando eran novios y daban largos paseos.

Sobre la mesilla, una foto tomada días antes de que naciese su hija. Tan jóvenes, tan felices.

―¿Nos volvemos a casar?

―¿Para qué?

―Para borrar los errores, volver al principio.

La enfermera le hizo un turbante blanco con gasas. Ofició el alcalde, fueron testigos la psicóloga y la enfermera. Ellos, luz en la mirada.

Se fue reconciliada consigo misma y con la vida.

La boda

Una sorpresa imprevista. Dos operaciones. Tres meses en cuidados paliativos. Cuatro máquinas que me dan vida. Cinco plantas me acercan al cielo. Seis ángeles con bata blanca. Siete vidas por vivir. Ocho despedidas pendientes. Nueve millones de gracias. Mi funeral a las diez.

Cuenta adelante

Cuando nos dio la noticia, comenzamos a llorar. Fue el nuestro un llanto insostenible, desconcertado, similar a un mapa sin ciudades, ni ríos, ni montañas, que se prolongó durante semanas. La casa se llenó de lágrimas, y la cama de mi padre, flotando sobre ellas, se alejó de nosotros. En su regreso, meses más tarde, estaba desoladoramente enflaquecido, pero traía los ojos abarrotados de nuevos paisajes. Dijo encontrarse ya listo para soportar nuestra pena, y nosotros nos confesamos preparados para aliviar su dolor. Cubrimos con toallas los rincones y, en el tiempo que aún pudimos compartir, nos concentramos en escuchar sus historias y en perdonar sus faltas.

Ahora que ya no está, todavía, algunas tardes, nos da por llorar sin freno. Cuando eso sucede, cogemos unos cuantos víveres, nos subimos a nuestras camas y navegamos por los recuerdos, sin prisa, hasta que sentimos bien secas las pestañas.

Llorar a mares

Escribiría sobre los tiempos en los que te llamaba papá y tú no sabías que papá era mi forma de pronunciar superhéroe. Escribiría sobre la clase en la que nos preguntaron que queríamos ser cuando seamos grandes y yo dije, alto y claro, que quería ser como mi papá. Todos se rieron. Hasta los niños que querían ser superhéroes se rieron.

Escribiría sobre los poderes que querían tener pero eran los típicos de siempre. Todos querían volar o tener superfuerza pero a mi padre no le hacía falta nada de eso para hacernos sentir protegidos. Escribiría sobre los motivos por los que nos distanciamos pero le he dado tantas vueltas que ahora es demasiado tarde.

Escribiré sobre todas las veces que pensé en pedirte perdón y no lo hice. Sobre los abrazos que me hubiese gustado darte. Escribiré un te quiero sobre otro. No pararé hasta que lleguen al cielo.

Escribiría sobre mi padre