Cuando nos dio la noticia, comenzamos a llorar. Fue el nuestro un llanto insostenible, desconcertado, similar a un mapa sin ciudades, ni ríos, ni montañas, que se prolongó durante semanas. La casa se llenó de lágrimas, y la cama de mi padre, flotando sobre ellas, se alejó de nosotros. En su regreso, meses más tarde, estaba desoladoramente enflaquecido, pero traía los ojos abarrotados de nuevos paisajes. Dijo encontrarse ya listo para soportar nuestra pena, y nosotros nos confesamos preparados para aliviar su dolor. Cubrimos con toallas los rincones y, en el tiempo que aún pudimos compartir, nos concentramos en escuchar sus historias y en perdonar sus faltas.

Ahora que ya no está, todavía, algunas tardes, nos da por llorar sin freno. Cuando eso sucede, cogemos unos cuantos víveres, nos subimos a nuestras camas y navegamos por los recuerdos, sin prisa, hasta que sentimos bien secas las pestañas.

Llorar a mares

Escribiría sobre los tiempos en los que te llamaba papá y tú no sabías que papá era mi forma de pronunciar superhéroe. Escribiría sobre la clase en la que nos preguntaron que queríamos ser cuando seamos grandes y yo dije, alto y claro, que quería ser como mi papá. Todos se rieron. Hasta los niños que querían ser superhéroes se rieron.

Escribiría sobre los poderes que querían tener pero eran los típicos de siempre. Todos querían volar o tener superfuerza pero a mi padre no le hacía falta nada de eso para hacernos sentir protegidos. Escribiría sobre los motivos por los que nos distanciamos pero le he dado tantas vueltas que ahora es demasiado tarde.

Escribiré sobre todas las veces que pensé en pedirte perdón y no lo hice. Sobre los abrazos que me hubiese gustado darte. Escribiré un te quiero sobre otro. No pararé hasta que lleguen al cielo.

Escribiría sobre mi padre

Hacía cinco meses que me había mudado a la silla. Era muy estrecha, de plástico, blanca, rígida y estaba mal atornillada.

El primer día solo aguanté en ella un par de horas; y ahora, que ya no puedo volver a sentarme, me doy cuenta de que podría haberme quedado en ella toda la vida.

Si estiraba el brazo, sujetaba tu mano. Si levantaba la vista, me hablaban tus ojos. Estaba tan cerca que podía respirarte. Yo, en la silla, y tú, tumbada, en silencio, contándome tantas cosas.

Era, sin duda alguna, la mejor silla del mundo.

La silla

Abro los ojos.

Muchachas sonrientes de blancos uniformes con girasoles en la solapa revolotean a mí alrededor.

Un mínimo pinchazo en el pecho.

Paz.

 

Abro los ojos.

Olor a canela y almíbar. Manzanas de caramelo y arroz con leche.

 

Abro los ojos.

Olivos plenos de aceitunas.

 

Abro los ojos.

Mozas en el pilar lavando la ropa. Revuelo entre blancos lienzos.

Y una sonrisa que detiene el tiempo.

 

Abro los ojos.

El cuerpo desnudo de una mujer.

 

Abro los ojos.

El llanto de un recién nacido desborda mi alegría.

 

Abro los ojos.

Una presencia me conforta. Susurros cálidos, cálidos abrazos.

Y un beso que sabe a despedida.

 

Abro los ojos.

Mi abuelo me coge la mano.

 

Cierro los ojos.

Cierro los ojos

Siempre hizo frío porque nunca estabas. Me pasé la vida temblando, helada, hasta que te vi allí, tan frágil, sobre aquella cama: qué ironía que un temblor sacuda otro temblor del fondo del alma. Lo sabía la lluvia, pero no quise escucharla.

Conseguiste el milagro de sacarme de casa, de sentirme capaz, aunque jamás preparada. Por fin me diste la mano y allí mismo estallé en llamas; me diste el poco calor que aún te quedaba y ahora lo porto como una antorcha iluminando el camino que antes tanto aterraba. Me enseñaste a luchar y me convertí en incendio para vencer a esos demonios que también me observaban desde los verdes espejos. Tú tenías la mirada; yo, las palabras.

Descubrí tarde que siempre fuiste un fénix y que ese fuego también se heredaba. Te convertiste en ceniza, pero me dejaste las alas.

Gracias por el fuego.

Gracias por el fuego

Cuando el séquito de familiares y doctores entró en mi habitación, lo tuve claro. Había perdido la guerra.

Las retiradas a tiempo, dicen, son victorias y me gusta ganar. Los cuidados paliativos suponían la forma más digna de retirada. Me regalaron 50 horas de dignidad.

Sabiendo que cualquier momento podría ser el último, necesitaba dejar algunos aspectos en orden. Durante 48 horas, me despedí de todas las personas importantes y escuché atentamente todo lo que querían decirme.

Saludé a las que me esperaban en el otro lado.

En medio de este choque de realidad, entré en una búsqueda desesperada para encontrar la paz, el sentido a mi vida. Hice un recorrido sobre todos los acontecimientos más significativos buscando porqués y para qué.

De repente,

Una canción de despedida…

El amago de un beso…

Te quieros…

Amor infinito.

En dos horas comprendí que no necesitas buscar lo que siempre has tenido.

Reunión de pastores… oveja muerta