Amparo, 52 años

Solo puedo empezar esta historia diciendo “YO ESTUVE A SU LADO”. Ahora lo siento como un privilegio, “la mano cogida” queriendo detener el tiempo, con el pellizco agarrado a la garganta, soltando el aire para convertirlo en llanto. Eso lo tengo grabado, no como un desgarro del alma, más bien lo siento como los pilares de la vida que ahora tengo. Trataré en pocas palabras de contar la historia más intensa de mi vida.

El Diagnóstico

La consulta de Tumores óseos estaba situada en la segunda planta, nos habían llamado sólo con un día de antelación para que fuésemos a conocer el diagnóstico: Sarcoma de Ewing. La voz del Doctor era tajante, fría, casi insensible, era como un parte de noticias sobre la guerra. MI hijo hizo multitud de preguntas, mi marido y yo estábamos paralizados. Recuerdo un nudo en el estómago, falta de aire y los ojos húmedos. Jesús pidió que lo llevásemos a casa, le dije a mi marido “volved vosotros”, yo me quedaría en el hospital para solicitar otro batallón de pruebas, análisis y gestionar la cita con oncología. No creo haber vivido un impacto tan grande en mi vida, me desorienté, se paró el mundo, todo iba lento, como atravesar un desfiladero que no acaba nunca, no se sabe qué es peor, el camino tortuoso o el riego del desplome por el abismo.

La Intervención y Los Tratamientos

Hay vivencias muy difíciles: la intervención para operar su rodilla, el riesgo tremendo de quedar por siempre con una anomalía o un complicación de última hora que lo arrancara de esta existencia. Sin descifrar con detalle qué supuso un año de quimioterapia agresiva, el afrontar que hay una manera de ver la vida antes y después de abordar que en su cuerpo se generan células cancerosas con la fuerza que emana su juventud… sin importar que los tratamientos puedan debilitarle a niveles tremendos… Y así ocurrió que, después de un año y medio de vivir dependiendo del hospital, apareciera nuevamente el Sarcoma, pero en esta ocasión rebotó la recidiva en el cráneo. Nuevamente intervención quirúrgica de máxima gravedad, ahora además de la quimioterapia que le tenía sin fuerzas, la radioterapia, los corticoides, los antiepilépticos y todo el mundo girando alrededor del hospital: pruebas, consultas, tratamientos, largas hospitalizaciones y un sinfín de situaciones cada vez más duras, más intensas… el desfiladero del abismo más difícil de cruzar.

Hospitalización Domicilaria.

El 6 de abril de 2009, un día muy especial, su 21 cumpleaños, no podía moverse de la cama, no era desánimo, estaba sin fuerzas para asistir a consultas. Tenía ganas de compartir un rato con sus amigos, pero la fuerzas no le acompañaban. A veces no podía ni mantener el cuello erguido, incluso hablaba lento y despacio y así ahorraba fuerzas para que su sonrisa no se borrase de su cara y poder recibir a los amigos.

Yo, su madre, su cuidadora, su cómplice en esta dura batalla no sabía qué hacer para que tuviera la atención medica que le devolviera un poco de vitalidad. Mi esperanza se basaba en su fortaleza, ya que la atención medica estaba lejos de poderle atender sin una cita previa, sin pasar por oncología o ir por urgencias y él no se tenía en pie. Pero, por una serie de casualidades, me informaron que solicitara atención hospitalaria a domicilio. Cuando el equipo llegó a casa, además de médicos con una formación clínica muy completa y enfermeros competentes, también tenían la cualidad de la atención humana, conectaron con Jesús a un nivel personal extraordinario. Para saber de dónde nacía su fortaleza se interesaron por su vida y sus síntomas, por sus anhelos y sus miedos. En pocas semanas Jesús recuperó energía y volvió a la vida. El camino del abismo no desapareció, pero ahora era ancho y cómodo.

Un Final Digno para una vida Digna

El equipo estuvo tratando a Jesús 9 meses. Era como si mi hijo estuviese madurando para nacer a otra vida, realizó sus asuntos pendientes y creció en sabiduría, afrontó su destino con una serenidad impropia para su edad.

Llegó diciembre y Jesús empeoraba, su cuerpo no reaccionaba a los tratamientos, él decidió que quería estar en casa.  Compartimos el tiempo necesario para asumir esta dura situación, el salón se convirtió en su espacio particular, recibió a amigos y familiares para despedirse, los médicos de Jesús pasaban diariamente por casa, además de controlar los síntomas de Jesús nos reconfortaban y sentíamos su acompañamiento como un bálsamo en días tan especiales como la navidad.  El Sendero se hizo abismo.

El 24 de diciembre amaneció con una fuerte tormenta. Jesús estaba sedado, tranquilo y sin ningún dolor. Nosotros afligidos, extenuados y hundidos en un lugar donde la tristeza atrapa el alma, incapaces de distinguir entre el sonido de la lluvia y del propio llanto. Su padre, su hermano y yo le teníamos abrazado. Con suavidad dejó de respirar en una profunda paz. Compartimos el adiós más definitivo con intenso dolor y profundo amor y mucha, mucha desolación, sabiendo que se tenía que marchar, convencido, pero no vencido.

Ese recuerdo permanece en mí, como una caída al abismo que rompe la vida, pero a la vez que me inunda la tristeza, emerge un recuerdo de sosiego cada vez que evoco esta despedida. El no sufrió, sintió paz y amor, en una tarde de navidad imposible de olvidar dónde mi hijo Jesús volvió a la luz.