Ainhoa tenía ocho años. Tenía diecinueve libros en su habitación. Tenía muchas ganas de viajar a Japón. También tenía leucemia. Lo que no tenía era mucho tiempo.
Morirse no le gustaba nada, pero no se le podía hacer gran cosa. En vez de lamentarse, decidió que contaría cada día como si fuese un año entero, y así podría morir de vieja. Enero, de doce a dos. Febrero, de dos a cuatro. Hacía frío en invierno, pero de pronto venía junio, de diez a doce, y pasaba el mes entero en el parque, si la dejaban. Se dio cuenta de que no es que ella fuese a morir demasiado pronto, es que el resto del mundo iba a morir demasiado tarde. Le daba un poco de pena que tanta gente perdiese tanto tiempo en cosas tan tontas.
Llegaba septiembre, tocaba leerle un cuento a papá y mamá. No hacía falta más.