Hacía cinco meses que me había mudado a la silla. Era muy estrecha, de plástico, blanca, rígida y estaba mal atornillada.
El primer día solo aguanté en ella un par de horas; y ahora, que ya no puedo volver a sentarme, me doy cuenta de que podría haberme quedado en ella toda la vida.
Si estiraba el brazo, sujetaba tu mano. Si levantaba la vista, me hablaban tus ojos. Estaba tan cerca que podía respirarte. Yo, en la silla, y tú, tumbada, en silencio, contándome tantas cosas.
Era, sin duda alguna, la mejor silla del mundo.