Siempre hizo frío porque nunca estabas. Me pasé la vida temblando, helada, hasta que te vi allí, tan frágil, sobre aquella cama: qué ironía que un temblor sacuda otro temblor del fondo del alma. Lo sabía la lluvia, pero no quise escucharla.
Conseguiste el milagro de sacarme de casa, de sentirme capaz, aunque jamás preparada. Por fin me diste la mano y allí mismo estallé en llamas; me diste el poco calor que aún te quedaba y ahora lo porto como una antorcha iluminando el camino que antes tanto aterraba. Me enseñaste a luchar y me convertí en incendio para vencer a esos demonios que también me observaban desde los verdes espejos. Tú tenías la mirada; yo, las palabras.
Descubrí tarde que siempre fuiste un fénix y que ese fuego también se heredaba. Te convertiste en ceniza, pero me dejaste las alas.
Gracias por el fuego.