“No, el anillo no; dejen que entre con él.”- insistí al enfermero antes de que se la llevaran.

No era una joya cara, dudo incluso de que el oro de su circunferencia fuera de calidad. Pero era lo único que conservaba de mi padre y sabía que le daría fuerzas para seguir. Le esperaban días de aislamiento. Un tiempo en el que sólo vería a personas escondidas en trajes de plástico.

Durante veinte días, mi madre soportó todo tipo de envites. Fiebre, ahogos, dolores. Y, tras cada crisis, el mismo gesto: una caricia al anillo. Un gesto que el enfermero me refería, a sabiendas de que era un mensaje.

Cuando volví a verla estaba consumida pero tranquila. Me pidió que me acercara. Se quitó el anillo y me lo entregó. Cerró los ojos y dejó de respirar. En su rostro una expresión vencedora. En mi mano, un anillo.